martes, 21 de marzo de 2017

Más sobre desastres

Artículo publicado en La República, domingo 19 de marzo de 2017

En los últimos años, como Estado nos hemos preparando, algo, para responder ante desastres naturales. Todos sabemos que un terremoto de grandes proporciones ocurrirá en la costa de Lima, y que vendrá acompañado de un tsunami; hemos hecho simulacros y establecido protocolos de actuación. Entre 2014 y 2016 ocurrió un fenómeno del niño en el Océano Pacífico que esperábamos iba a golpear fuertemente a nuestro país: afortunadamente, sus efectos fueron limitados. Aunque suene totalmente contraintuitivo en este momento, en los últimos años aumentó el presupuesto en gestión de desastres, trabajos de prevención, desarrollo de protocolos de respuesta, compra de maquinaria y equipos para atender diversas contingencias. Es poco consuelo, pero las cosas pudieron ser peores: se hicieron trabajos de prevención en Chosica, Tumbes, Piura, por mencionar algunos casos, que alguna utilidad han tenido.

¿Por qué estamos tan mal entonces? Primero, porque la magnitud de las lluvias ha superado ampliamente las expectativas. Hasta hace algunas semanas la preocupación era la sequía, no el exceso de lluvia. Y en cuanto a éstas, mirando lo ocurrido en enero y febrero, se pensaba hacia la segunda semana de marzo que no llovería mucho más. El niño costero apareció rápida e inesperadamente, y cogió a todos desprevenidos; en poco tiempo, se convirtió en un “niño” en cierto modo equivalente al de 1998. Segundo, está por supuesto también la irresponsabilidad o incapacidad de algunas autoridades: como ha sido recordado, en la mayoría de casos los presupuestos asignados a prevención de desastres en regiones y municipios no son utilizados. Ya sea por desidia o por problemas de gestión: para gastar hay que tener establecido un plan, prioridades, identificados proyectos de inversión concretos, y todo esto supera muchas veces lo que la burocracia regional o municipal es capaz o tiene interés de hacer.

Salen también a relucir problemas estructurales. Lo “inesperado” de lo que estamos viviendo deja de serlo si asumimos una perspectiva histórica más amplia (“niños” en 1998 y 1983; “niños costeros” en 1925 y 1891); y si es que consideramos que en el contexto del cambio climático el carácter errático y extremo del clima debe ya considerarse algo “previsible”. Pero pensar con perspectivas temporales y lógicas más amplias resulta algo difícilmente al alcance de nuestra administración pública. Y constatamos también la enorme distancia que hay entre todo lo que se tendría que hacer y las capacidades e incentivos para hacerlo. Arrastramos décadas de crecimiento desordenado que ha erosionado y contaminado nuestros ríos, la consolidación de viviendas en quebradas y cauces de huaicos, la construcción de estructuras sin considerar las contingencias que deben ser capaces de afrontar, la ausencia de infraestructura urbana elemental (alcantarillado, por ejemplo). A esto se suman lógicas políticas: no es rentable invertir en prevención, porque nadie se siente beneficiado por ella cuando no pasa nada, y si es que algo ocurre, probablemente legitime a la autoridad siguiente. Mientras que desalojar y reubicar implica costos y problemas aquí y ahora.

Algo bueno que podría salir de esta experiencia es una intervención integral de la cuenca del río Rímac. Descontaminarla, hacerla más segura, embellecerla, sería una gran iniciativa después de este desastre. Una iniciativa ampliada y mejorada del proyecto Río Verde sería una buena combinación de reconstrucción y prevención, inversión en seguridad hídrica y puesta en valor, un magnífico proyecto en el marco del bicentenario de nuestra independencia.

La caída de PPK (en las encuestas)

Artículo publicado en La República, domingo 12 de marzo de 2017

El gobierno está en problemas, sin duda. Su nivel de aprobación ante la ciudadanía cae sostenidamente en las encuestas, y empieza a mostrar una dinámica que lo acerca al patrón que mostró Alejandro Toledo, quien llegó a tener niveles de aprobación de un dígito hacia la mitad de su periodo de gobierno. Para Kuczynski la caída en la aprobación es más grave que para Toledo, considerando que éste logró elegir 45 congresistas de 120, mientras que el actual presidente apenas 18 de 130. Peor aún, esos 18 muestran una conducta dispersa e incoherente, como sabemos.

¿Qué hacer? Se habla de la necesidad de cambios en algunos ministerios; si bien siempre se puede mejorar, creo que el actual Consejo de Ministros es razonablemente bueno, pero, sobre todo, no es fácil imaginar un gabinete sustancialmente distinto del actual. Es decir, sea cual sea el movimiento de las fichas, tendremos siempre ministros en su mayoría independientes, relativamente competentes en el manejo de los asuntos de su sector, pero políticamente débiles. Entonces se le reclama al gobierno “hacer política”, abandonar lógicas meramente técnicas, y mostrar iniciativa, “liderazgo”, comunicar, persuadir, coordinar, negociar, etc. Pero, ¿cómo podría este gobierno desarrollar estas habilidades? No le son propias ni al Presidente, ni al Presidente del Consejo de Ministros, ni al partido de gobierno. Lo más cerca que tiene el presidente de un operador con experiencia política y de gestión, y de su entera confianza, es su vicepresidente Martín Vizcarra. Pero resulta que la renegociación del contrato de concesión del aeropuerto de Chinchero lo ha puesto en entredicho; las suspicacias en medio de los escándalos por sobornos asociados a las empresas constructoras brasileñas salpican a todos, incluyendo al propio Presidente de la República.

Hoy el gobierno se percibe tan débil que es acaso esa debilidad, paradójicamente, la que mejor protege al ministro de transportes de una eventual censura, que tendría consecuencias imprevisibles por tratarse también del vicepresidente. Es la inesperada magnitud de la debilidad del gobierno la que hace que el propio fujimorismo se muestre más cauto de lo que se esperaría. Ser percibidos como desestabilizadores tendría costos políticos enormes, y parecen ser concientes de ello.

Y es que acaso llegó el momento de asumir en todas sus consecuencias algo que me parece hasta ahora no hemos asumido del todo: si bien uno puede aspirar legítimamente a que el gobierno muestre un poco más de orden, iniciativa, coordinación, la verdad es que no es realista esperar nada muy diferente de lo que tenemos hasta el momento. Y esto no solo es consecuencia de la debilidad del gobierno, sino del conjunto de nuestra elite política. ¿Un gobierno de Keiko Fujimori habría sido mejor? ¿Mejor le habría ido a Verónica Mendoza? ¿O a Alfredo Barnechea? ¿O a César Acuña o Julio Guzmán? Y es consecuencia de la debilidad de nuestro Estado: cuando las ciudades se ven afectadas por fenómenos naturales, resulta tan difícil combatir el crimen, o nuestras mejoras en calidad educativa parecen insuficientes, presenciamos, en primer lugar, las debilidad estructurales del Estado. Esto por supuesto no quita que se tenga que hacer algo aquí y ahora, pero me parece que en general lo que se está intentando hacer es razonable, pero sus resultados se verán en varios años, no ahora. La crítica está bien; pero está llegando la hora de entender de que más bien debemos generar los consensos y acuerdos para que el gobierno navegue de la mejor manera posible por los complicados años que tiene por delante.

¿Y el empresariado?

Artículo publicado en La República, domingo 5 de marzo de 2017

En las últimas semanas he comentado sobre el momento político que estamos viviendo, que es también el final del ciclo político iniciado en el año 2000, que involucra por supuesto a sus protagonistas centrales. Los políticos de la transición desde el fujimorismo: su artífice, Alejandro Toledo; los sobrevivientes del pasado, Alan García, Lourdes Flores (y Pedro Pablo Kuczynski); el supuesto cuestionador de ese orden, Ollanta Humala. También quienes actuaron en medio de la precariedad de los partidos, los tecnócratas, garantes de la estabilidad y del crecimiento económico. Los escándalos recientes de corrupción y los cuestionamientos a grandes proyectos de inversion han puesto el acento en la interacción entre empresas constructoras brasileñas y los políticos, y en el papel de la tecnocracia asociada a la promoción de la inversión privada. Como ha sido dicho ya por varios, valdría la pena decir algo más sobre el papel del empresariado peruano en todo esto.

Alfredo Torres ha argumentado, con razón, que sería injusto decir que la elite empresarial ha sido indiferente a la necesidad de fortalecer la institucionalidad pública en el país. Ciertamente el “susto” de las elecciones de 2006 llevó a que el tema de la inclusión social y la necesidad de una buena política social apareciera como tema en las conferencias anuales de ejecutivos, y en los años sucesivos también la importancia de reformas en varias otras áreas. Muy bien, pero ¿qué hay en cuanto a las propias prácticas empresariales? El año pasado se creó el Consejo Privado Anticorrupción, lo que está por supuesto muy bien, expresión implítica del reconocimiento de que una entidad como ella era necesaria, dado el relativo silencio previo en un asunto crítico como este.

Y es que el tema es que, durante todos los años de alto crecimiento económico, comprendiendo varios gobiernos, muchas empresas hicieron grandes negocios, algunos con el Estado, tanto a través de contratos de obras públicas como a través de Asociaciones Público – Privadas (con el gobierno nacional, con gobiernos regionales y locales); y otros no con el Estado, pero relacionándose con diferentes organismos reguladores, de muy diferente tipo según el área de operación. Y en este proceso muchos, por la naturaleza de sus actividades, supieron, se enteraron, y algunos fueron partícipes, en diferentes escalas, de variados esquemas de corrupción. En diferentes sectores, los empresarios han sabido de los límites de la normatividad vigente, de la debilidad, escasa calidad o escasos escrúpulos de autoridades y funcionarios públicos; de la existencia de competidores avezados, cuando no abiertamente corruptos; de la existencia de lobbistas poco escrupulosos. En medio de esto, el discurso público empresarial solía poner el énfasis en el destrabe de regulaciones burocráticas, en la necesidad de contar con autoridades políticas que defiendan y garanticen la estabilidad de los contratos frente a la amenaza de las protestas sociales. Y muy poco se dijo respecto a qué reformas implementar para que los negocios puedan darse en condiciones limpias, transparentes y competitivas.

El empresariado está en un condición inmejorable para, desde su propia experiencia práctica, señalar cómo mejorar la relación con el sector público, con entidades reguladoras, con diferentes autoridades, para combatir la corrupción, más específicamente la relación entre la autoridad corrompida y el privado corruptor. Y por qué no, para denunciar a quienes incurran en malas prácticas empresariales. ¿Algo así podría suceder?

Qué estamos viviendo (2)

Artículo publicado en La República, domingo 26 de febrero de 2017

Hace dos semanas comentaba que podría decirse que estamos viviendo un momento político trascendental, aunque no sepamos definir con precisión su naturaleza. Según el historiador José Luis Rénique, este momento marcado, entre otros, por escándalos de corrupción podría emparentarse con hitos como el de la “consolidación” de la deuda pública de mediados del siglo XIX, la caída y crisis del leguiísmo a finales de la década de los años veinte e inicios de la siguiente en el siglo XX, y la más reciente corrupción “fujimontesinista”.

En cuanto a la historia reciente, decía que podríamos dar por terminado el orden postfujimorista iniciado con el nuevo siglo. Fue un momento ambiguo: después de los vladivideos y de la fuga de Alberto Fujimori, se intentó construir algo diferente, pero lidiando con la continuidad de su herencia. Se trataba de reconstruir las instituciones democráticas, desnaturalizadas por el autoritarismo y la corrupción; pero sin cuestionarse la continuidad esencial del modelo económico. Alejandro Toledo encarnó esa apuesta: un gobierno pretendidamente liberal, que buscó ocupar el centro ideológico, teniendo al Alan García de 2001 a la izquierda y a Lourdes Flores a la derecha. Por ello fue un gobierno amplio, y también contradictorio. En 2006 ganó Alan García y en 2011 Ollanta Humala, y a pesar de los temores a una vuelta a un populismo desenfrenado en el primer caso y a una incierta aventura “chavista” en el segundo, primó la continuidad del modelo económico. Y ante la debililidad de los políticos y de los partidos, los artífices y custodios de esa continuidad fueron una red de tecnócratas cuya acción explica nuestras altas tasas de crecimiento, nuestra inédita estabilidad, pero también un manejo de las cosas en las que las decisiones recaen en las espaldas de los “expertos” antes que en el debate público abierto.

Pero el postfujimorismo hizo agua por varios lados: el fujimorismo, que visto en 2001 parecía un animal en extinción, volvió hasta ponerse nuevamente en el centro del escenario. Un expresidente prófugo, luego candidato al senado japonés, luego extraditado, juzgado, sentenciado y encarcelado, en principio, no tendría ninguna oportunidad de aspirar a mantener una continuidad política. Pero el gobierno de Alejandro Toledo resultó siendo una gran decepción, y ella explica que ya en 2006 Martha Chávez obtuviera más votos que Valentín Paniagua, y que la congresista más votada fuera Keiko Fujimori. Desde entonces el fujimorismo no hizo sino crecer, acomodarse, hasta convertirse hoy en la primera fuerza política.

De otro lado, el ímpetu reformista e institucionalista se fue perdiendo. Alejandro Toledo lo perdió, y ni a García ni a Humala pareció entusiasmarlos mucho; resultó siendo inicitiva parcial, sectorial e individual de tecnócratas, redes internacionales y de ONGs, que obtuvieron solo logros parciales. Y el entusiasmo y la complacencia que generaron el crecimiento económico llevó a algunos a pensar que podíamos convivir con altas tasas de crecimiento e instituciones políticas precarias. Ahora, con los escándalos de corrupción, resulta que la propia institucionalidad asociada a la promoción de la inversión privada estaba plagada de agujeros que facilitaron todo tipo de componendas, que en su momento fueron subestimadas.

¿Qué viene después de esto? Me parece que si el propio sistema no tiene la capacidad de autocrítica, respuesta, regeneración que se necesita, podríamos estar nuevamente abriendo oportunidades para discursos antisistema, que parecían estarse cerrando apenas hace un año.

El final del sueño tecnocrático (2)

Artículo publicado en La República, domingo 19 de febrero de 2017

En las últimas semanas se ha desarrollado un interesante y por momentos acalorado debate sobre el papel de la tecnocracia en los últimos años. Este debería dar lugar a un mejor diagnóstico sobre sus límites y potencialidades, virtudes y defectos, y no convertirse en un debate ideológico sobre los males o virtudes intrínsecos del neoliberalismo o de la economía de mercado.

Mi punto es que después de lo que hemos sabido de la concesión de la carretera interoceánica del sur y de la concesión del aeropuerto de Chinchero (que no parecen ser sino la punta de un gigantesco iceberg), asistimos al final del sueño según el cual el manejo del país estaba “en buenas manos”, en una elite tecnocrática asentada en islas de eficiencia clave para el funcionamiento del Estado (donde el MEF es el núcleo), generadora de decisiones técnicas, eficientes, libres de interferencias “populistas” y “mercantilistas”. Estamos ante el quiebre de la credibilidad de ese discurso, porque resulta que en asuntos elementales, esenciales para el modelo (¡nada menos que la promoción de la inversión privada!) se le pasaban clamorosos goles por la huacha.

Por supuesto que la solución a este problema no es estatizar los medios de producción, que comisarios políticos asignen cuotas de producción según planes quinquenales y mandar al gulag a quienes no cumplan, sino mejorar las capacidades de regulación y fiscalización de los funcionarios públicos. La pregunta acá es por qué eso no se ha hecho; y mi punto es que en la élite de derecha del país ha habido en los últimos años una actitud muy complaciente respecto al funcionamiento del modelo, a pesar de que había múltiple evidencia de problemas serios que requerían atención. Algunos ejemplos de advertencias que no tuvieron el eco que merecieron fueron los de Piero Ghezzi y José Gallardo, con su libro ¿Qué se puede hacer con el Perú? (2013), El Perú está calato (2015) de Carlos Ganoza y Andrea Stiglich, o La promesa de la democracia (2011) de Jaime de Althaus. Con todo, ninguno de ellos aborda los problemas de corrupción o de vínculos “mercantilistas” entre el Estado y el sector privado. Este fue un tema denunciado casi exclusivamente por la izquierda, donde cabe resaltar el perseverante trabajo de Francisco Durand.

Hoy, columnistas como Aldo Mariàtegui o Ricardo Lago señalan que la cuestionable reputación de Odebrecht era un secreto a voces, y que Graña y Montero no puede creíblemente sostener que “fue sorprendida”; pero habría que reconocer que este tipo de señalamientos fueron muy escasos en los últimos años. Tal vez Pablo Secada haya sido alguien que ha sido insistente en llamar la atención sobre los límites en el funcionamiento de concesiones, concursos, adjudicaciones, pero no muchos más. En otras palabras, me parece que en la élite de derecha primó un excesivo comedimiento respecto al funcionamiento del modelo, antes que una crítica a sus límites y la necesidad de reformarlo; y la explicación de ello estaría en gran medida en los múltiples vínculos formales e informales que unen el mundo tecnocrático con el empresarial en un medio como el peruano, con una elite relativamente pequeña y por ello bastante endogámica.

Ciertamente, de lo que se trata es de fortalecer las capacidades del Estado, mejorar la autonomía tecnocrática frente a los intereses mercantilistas. Las recientes iniciativas del gobierno al respecto parecen bien encaminadas, aunque hace falta más debate. Están también las recomendaciones de la Comisión Presidencial de Integridad, que ojo, sugiere medidas tanto para el sector público como para el sector privado.

Qué estamos viviendo

Artículo publicado en La República, domingo 12 de febrero de 2017

Asistimos atónitos a las recientes revelaciones que dan cuenta de la magnitud de los problemas de corrupción de los últimos años. Y esto es apenas el season premiere de una serie que durará muchos meses, varios años. Son consecuencia de un ciclo de gran crecimiento económico, que nos proporcionó grandes recursos, pero que ocurrió en un contexto de instituciones débiles, y que tuvo como protagonistas a un elenco improvisado, surgido de los restos de una elite política colapsada en la década de los años noventa. Lo decepcionante es que este periodo estuvo marcado por la promesa de la reconstrucción institucional después del escándalo de los infames vladivideos. Y descubrimos todo esto gracias a circunstancias fortuitas: uno de los grandes protagonistas de esta historia, las constructoras brasileñas, supuestamente intocables por basar sus esquemas de enriquecimiento ilícito en una maraña de alianzas y compromisos políticos del más alto nivel, cae en medio de una crisis política sistémica; por ello, esta crisis es parte de una ola regional. Si sirve de consuelo, no estamos solos en esto.

Rebasados por la magnitud y velocidad de los acontecimientos, sabemos que estamos viviendo un momento político trascendental, aunque no sepamos aquilatar su naturaleza. Mirko Lauer dice que esta es la crisis triple del antifujimorismo, del liberalismo político, y del sistema institucional. Una forma resumida de decir algo parecido es que es la crisis del orden postfujimorista: ese momento en el que se intentó construir algo diferente al fujimorismo, pero lidiando con la continuidad de su herencia. Si bien la tarea era sacudirnos del trauma de los vladivideos y de la ignominiosa fuga de Alberto Fujimori al Japón, el horizonte estaba marcado por su legado: no solo por la subsistencia, avance y reconstitución del fujimorismo a través de Keiko como heredera, también por la continuidad del modelo económico orientado al mercado, la continuidad de ciertos sentidos comunes economicistas, propios de los noventa, por así decirlo, que al final hicieron que la promesa del fortalecimiento institucional, si bien avanzó en muchas áreas, nunca maduró. Y que la pretendida superación del fujimorismo deviniera en la supermayoría de Fuerza Popular en el Congreso.

¿Cómo se sale de esta? En este momento inicial, la reacción es un tanto infantil: cada quien pretende esconder sus responsabilidades, y echarle la culpa a los otros. Digamos, para una parte de la izquierda este es el fracaso del modelo económico neoliberal, y para una parte de la derecha, del foro de Sao Paulo. En realidad, la naturaleza del problema hace que esta vez las culpas no estén claramente de un lado, como en la coyuntura del año 2000, sino repartidas por todas partes. Esto está generando un fuego cruzado de todos contra todos que no hace sino ahondar la crisis. Más productivo es que asumamos que todos tenemos cosas que revisar, y que de esta solo saldremos si todos hacemos nuestra parte, incluida, por supuesto, la academia, las universidades, las ONGs, que no hemos sabido manejar bien del todo nuestra relación con la política, el Estado y las empresas privadas. Salir de esta implica el esfuerzo de los sectores sanos en todas las tiendas políticas, de la sociedad civil. Y parece claro que, para el gran público, estos escándalos no hacen sino llover sobre mojado, confirmar que “todos roban”, como señaló ayer Carlos Meléndez. El verdadero riesgo es que al final nadie gane, y todo el país sea arrastrado por un huaico de desánimo y cinismo. Sobre el tema de la tecnocracia, vuelvo la próxima semana.