miércoles, 26 de julio de 2017

En nombre del gobierno


Artículo publicado en La República, domingo 2 de julio de 2017 

Recomiendo enfáticamente la lectura de un libro fundamental, En nombre del gobierno. El Perú y Uchuraccay: un siglo de política campesina, del antropólogo Ponciano del Pino (Lima, La Siniestra Ensayos – Universidad Nacional de Juliaca, 2017). El libro es resultado de meses de permanencia del autor a lo largo de varios años en Uchuraccay y en otras comunidades en las alturas de Huanta, del diálogo con los comuneros en Uchuraccay y en sus diferentes destinos en Ayacucho y en Lima, un amplio trabajo de archivo, en fin, fruto de una reflexión que ha madurado a lo largo de los años.

El libro empieza volviendo al “caso Uchuraccay”, el asesinato de ocho periodistas, su guía y un comunero, del 26 de enero de 1983. Desde allí Del Pino devela los límites que teníamos (y tenemos) para comprender los trágicos sucesos de ese día, pero también para entender el mundo andino y popular en general, me atrevería a decir. La Comisión Vargas Llosa maneja una imagen en la que los campesinos aparecen como “arcaicos”, víctimas del abandono del Estado; asesinan a los periodistas como consecuencia de un error, en medio de un clima de tensión y violencia. La izquierda maneja una imagen según la cual los comuneros son víctimas de la política represiva del Estado, siendo manipulados para encubrir otras responsabilidades. Años después, la Comisión de la Verdad y Reconciliación esbozó una imagen en la cual los campesinos resultaron atrapados “entre dos fuegos”, el de la violencia senderista y el de la represión de las fuerzas del orden.

Del Pino construye un argumento que desnuda los límites de esas interpretaciones y rescata lo que podríamos llamar la “agencia” de los comuneros uchuraccaínos: no son solo víctimas o entes pasivos, sino actores que, en medio de contextos muy adversos, son capaces de desarrollar estrategias, implementar acciones, tomar iniciativas. Esto suena muy bien y muy correcto, pero no crea el lector que encontrará una nueva visión idealizada de los comuneros andinos: en realidad, la visión de Del Pino no es nada reconfortante. Esa “agencia” implica también la decisión de encubrir una larga y violenta historia de conflictos inter e intracomunales, y en los sucesos de enero de 1983, el hecho de que sectores de la comunidad habían tenido vínculos con Sendero Luminoso. Del Pino muestra una cara perturbadora de la historia del conflicto armado interno, la de una población que en medio de la violencia de Sendero y de la represión del Estado ventila sus conflictos internos y se vale de esa dinámica para obtener ventajas.

Entender ese mundo comunitario fragmentado y conflictivo, pero también muy activo y dinámico, implica remitirse a las décadas de los años sesenta y setenta, para tomar conciencia de los dramáticos cambios que sufrió el mundo rural con la reforma agraria, y aún más atrás, a la década de los años veinte, para entender el proceso de formación y crisis del régimen de hacienda. Nuevamente, en ese recuento histórico el autor nos ofrece una interpretación distante tanto de la imagen de unas comunidades integradas dentro de una nación mestiza, como de la tradición radical de izquierda, en la cual primarían relaciones de pura confrontación con el Estado. Para Del Pino las comunidades históricamente buscaron actuar en nombre del gobierno, es decir, exigiendo al Estado el cumplimiento de sus promesas de inclusión incumplidas, mediante complejas formas de negociación. Esta lógica no es la de Flor de retama, sino la del Picaflorcito que vuela desde Chungui hasta Palacio de Gobierno para hacer presente a las autoridades su demanda por justicia.

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